Había sido un sueño horrible en donde nada parecía estar bien y su único acompañante era su soledad. Había estado rodeada de pura oscuridad y trataba de perseguir desesperadamente la única luz tenue que se veía a lo lejos. Cuando despertó, casi sin respiración, se alivió al instante al darse cuenta de que aquello reflejaba seguramente puras inseguridades infantiles o alguna otra cosa sin importancia. Nada que un buen café por la mañana no pudiera resolver.
De pequeña, su padre se había ido de casa y, durante mucho tiempo, lo acusó por toda su mala suerte. Pasó años en su adolescencia preguntándose qué había tan horrible en ella que hubiera hecho que esa figura de supuesta protección la dejara sola con una madre incapaz de entenderla y protegerla. Su madre jamás le dio explicaciones y, aunque se esforzó casi de forma sobrenatural, no logró escuchar la verdad de aquellos labios. Con el tiempo se cansó, como es natural, y simplemente asimiló la idea de que su padre no tenía valor alguno como persona al no haberse hecho responsable de su paternidad.
Sin embargo, con el tiempo aprendió a ser fuerte y a hacerse la idea de que no valía la pena pensar en alguien tan insignificante como su padre. Se dio cuenta de que había más personas que estarían a su lado pasara lo que pasara. Así, un buen día decidió cambiar su suerte y, como resultado, una sonrisa efímera se fue grabando en su cara, siempre acompañada de risas contagiosas y una visión positiva de las cosas. Después de todo, llorar nunca solucionó nada. Solo quedaba vivir y esperar lo mejor cada día y aceptar todo lo que fuera a llegar. Quizá, solo quizá, eso era la felicidad, una decisión consciente tomada día con día, suspiro tras suspiro.
De alguna manera lo había logrado. Todo cambió. De haber crecido en un ambiente solitario, con su madre criticando o ignorando cada movimiento que hacía, había pasado a una vida de independencia y distancia de su núcleo familiar. A veces, la familia no siempre es el espacio más seguro y hace falta tomar medidas para salvaguardar la esencia interior que cada persona posee. A veces solo basta con decidir estar bien.
Aquel día era uno más. Iría a una fiesta y se encontraría con el chico con quien había salido por años. Se habían conocido por casualidad hacía tiempo en una fiesta a la cual ninguno de los dos había planeado ir y, por suerte, la química surgió en segundos. Le había sorprendido tanto la sensación de calma y confianza que se creó entre ellos, que incluso terminó contándole esa misma noche todo sobre su historia de vida y sus diferentes sueños, anhelos y dolores. Él entendió todo perfectamente y la abrazó casi como si en aquel instante tratara de borrar todas las ausencias grabadas en su piel. Ella no se cansaba de sus brazos y de cómo su voz en silencio le confesaba tantas veces su admiración por ser una persona tan alegre, segura y jovial, a pesar de todo. ¿Había algo mejor?
Sabía que había quienes no creen en el amor a primera vista, pero ella sentía que, si se trabaja un poquito, cualquiera lo podría tener. Su relación había sido especial, él estaba para ella y ella para él, sin importar las cosas. Era como una especie de contrato no dicho que aún así habían prometido cumplir.
Sin duda esa relación no era la que había traído su felicidad, pues ya lo era desde tiempo atrás, pero le agregaba un peso más. Sus amigas la admiraban y se fascinaban con su personalidad y forma tan particular de ver la vida. Era risueña, fácil y muchas veces empalagosa; no perdía las oportunidades para abrazar a sus amigas y ayudarlas en lo que necesitaran. Les recordaba continuamente cuánto las quería y las apreciaba. Podía incluso llegar a ser como una madre que apoya a sus hijos en un juego de fútbol y les grita y aplaude desenfrenadamente desde las gradas. Todos la adoraban y terminaban encantados por su calidez y optimismo. Si, cálidamente contagiosa, aún cuando había quienes podían envidiarla y repudiarla desde lejos.
Hacía unas semanas había tenido una discusión con su novio por algo insignificante que ella sabía que se podía resolver con un par de besos y abrazos. Entendía que la discusión había sido por un malentendido, pues él había leído en su celular algo que no le había agradado. En realidad no había ninguna mala intención por parte de ella y todo era cuestión de dialogar para poder estar felices como siempre. Sabía que él en ocasiones podía ser testarudo e incapaz de entender formas. Aquel día tenía la certeza de que todo se arreglaría, como ellos siempre habían hecho antes. Un abrazo, dos besos y tres suspiros.
Unos días atrás le había contado a una muy buena amiga toda la situación con su pareja. Ella la había escuchado con detenimiento y respeto, pero la expresión que salió sin filtro de su rostro la dejó desconcertada. Si pudiera plasmar tal cual lo que evidenciaba la cara de su acompañante era algo así como confusión, ira y… ¿envidia? Parecía que su amiga sugería que dejara las cosas como estaban. Pero aquel comentario no le bajó el ánimo. Había visto tantas veces como muchas personas eran incapaces de resolver las cosas, desechaban relaciones como si fueran objetos, como si todos fuéramos reemplazables. Para ella, las cosas no funcionaban así. Hacía falta valorar la situación y ver si vale o no la pena seguir construyendo algo. Con su padre aprendió que no tenía sentido, y lo dejó ahí. Pero sabía que había personas que no eran como él y que, por otro lado, tenían un buen espacio para trabajar y resolver. Después de todo, su amiga no comprendía por completo la relación, no era su culpa.
Cuando finalmente llegó al lugar respiró. Era como llegar a un lugar que estaba diseñado justo para ella. De alguna manera siempre era el centro de atención y miradas. Era esa forma de caminar con ligereza y despreocupación. Hacía tiempo había llegado a la conclusión que las personas podían ver qué había en ella: una mujer con una historia triste, pero con unas inmensas ganas de salir adelante. Era el ejemplo personificado de que, si uno se esfuerza, puede sobrevivir a lo que sea.
Al entrar al lugar trató de no buscarlo con la mirada en seguida. Se encontró con otros amigos y platicó de forma natural. Su seguridad casi maníaca le ayudaba a bailar como si nadie mirase, o todo lo contrario, como si todos la estuvieran mirando con un profundo deseo y satisfacción. Sabía perfectamente que, si él la llegaba a ver a lo lejos, no se podría resistir. Nunca se resistía a verla bailar así y ella lo sabía perfectamente. Ese era su escenario, y ella creaba cada escena.
Se tomó varios tragos de alcohol, se puso una supuesta ingenuidad encima y caminó con toda seguridad a buscarlo, sin dejar de sonreír de una forma que adivinaba una pizca de preocupación. Lo vio a lo lejos y sus miradas se cruzaron. Sus ojos, a los cuales estaba tan acostumbrada, parecían brillar y suplicar por un perdón y reconciliación. Ese mero instante la transportó al día en que se conocieron por primera vez y ambos sonreían tontamente tratando de ocultar un deseo desmedido. Aún desde lejos podía casi oler la química que había entre ellos. Habían sido apenas un par de semanas infinitas desde la última vez que se habían visto, y por fin lo tenía de frente. Justo el día anterior le había enviado un mensaje recordandole todo su amor y la gran relación que habían construido. Si, ya todo estaba bien. Corrió para abrazarlo y dejar por fin todo atrás, cuando unos brazos extraños la jalaron hacia otra dirección agresivamente de golpe. Todo se revolvió en su cabeza cuando escuchó que su novio de tantos años gritaba que por favor alguien le llamara a la policía y se la llevaran de su vista de una buena vez. Algo más le gritó, pero ya no logró entender nada más…
-Blueberry
