La vio a lo lejos y juró que su locura le había hecho creer que aquello era más que mera atracción en el momento más banal.
Camino aún más rápido y solo pudo fingir que su corazón y ansiedad seguían como si nada. Hubiera volteado, de verdad, pero sus sentimientos confusos le aprisionaron con dureza.
Quizá, de haber tenido unos minutos más, de haber sentido todo menos o de haber ignorado más, hubiera volteado. Quizá la vida sería distinta…
Y es que muchas veces lo difícil es lograr distinguir lo que representa esa persona para nosotros. No puede ser tan sencillo, no siempre es la persona en si, sino todo aquello que hemos depositado e imaginado casi sin darnos cuenta.
Un persona no es solo una persona.
Y es que los seres humanos somos tan curiosos, al grado de depositar en aquellos conocidos y desconocidos, nuestros anhelos y fantasías como nuestros miedos e inseguridades. Todo aquello que hemos aprendido, o no, a esperar del mundo.
Y entonces, en el peor y más terrorífico de los casos, quizá no querías a esa persona por lo que era, sino por lo que habías creado en tu mente y representado sobre aquella persona.
Y quizá, solo quizá, esperabas recibir un inmaduro apoyo incondicional, una validación, un rescate de alguna sensación intangible que jamás te logró satisfacer completamente, la ilusión de algo mejor.
Ya le había dado vueltas suficientes. Lo había intentado innumerables veces. Incluso lo había justificado tratando de darle alguna explicación. Pero en el fondo ahora sabia que jamás hay salidas o soluciones fáciles.
Todos hablaban de dejar expectativas y dejar todo fluir. Fluir. Decían que solo así las cosas llegarían en su momento y la situación encajaría a la perfección. La vida, las relaciones, el trabajo…
Pero ya lo había intentado tanto y no funcionaba. ¿Que dejar todo fluir no involucra el abandono de la responsabilidad? ¿Y el dejar las expectativas no involucra dejar metas y planes concretos?
Casi como si la vida arreglara y organizara todo mágicamente. Magicamente.
«Fluir» conlleva una fantasia mágica, una distancia con la realidad, con uno mismo y los otros. Una condena a la decepción.
Y es que las cosas no son resultado únicamente del azar. Las cosas suceden porque las imaginamos y porque nos responsabilizamos de ello. El futuro se construye tras planearlo, organizarlo y adaptarse a las situaciones.
La vida no fluye, avanza. Las cosas no se van acomodando, nosotros las vamos creando y organizando.
Y ahora, después de bastante camino podía tener la certeza que no deseaba una vida, una relación o una amistad que fuera fluyendo; deseaba construir y planear, necesitaba hacer que aquello que esperaba realmente sucediera, manteniendo un equilibrio entre su auto exigencia y los límites reales.
Aún recuerdas esa primera mirada, esa primera sonrisa y risa tonta. Eran días felices y aún lo siguen siendo, pero las experiencias ahora nos acompañan.
Quisieramos que hubiese sido distinto, pero entonces quiénes o qué seríamos hoy?
Porque así parecía tener sentido, ¿no? Todo se resumía a ello. A la irracionalidad de la racionalidad. De modo que, solo cabía decir que el problema siempre estaba dentro de uno, dentro de su cabeza. El error estaba en esos sentimientos que aparentemente no tenían lugar. En sentir algo que no se debería sentir. O, si se profundizaba aún más, saber algo que no se debería pensar.
La rabia, ambivalencia y confusión generada ante el hecho de reflexionar que no tenía objeto sentirse de aquella forma podrían llegar a abrumar hasta al más imperturbable. ¿Cómo una fantasía podía llegar a doler tanto, cómo un deseo abstracto se había incrustado de aquella forma? Tenía sentido la confusión ante la contradicción por sentirse como si todo hubiera sido real. Eso era. ¿Cómo alguien se podría seguir sintiendo de aquella forma a pesar de saber que la lógica estipula que no existe evidencia para sentirse así? Desafiaba toda razón.
Y es que a veces lo que más pesa es saber. Saber y que aún así ello no cambie nada. Saber que a pesar de que no existen pruebas para que se mantenga el dolor, aún así es inevitable sentir.
Comprender que no hay nada que se pueda cambiar. Que lo impensable está por alguna razón.